JUEVES SANTO (C)





MISA CRISMAL

  • Consagración de óleos santos por parte del Obispo: comunión del obispo con su clero.
  • Renovación de promesas sacerdotales: obediencia y celibato

Evangelio: Lc 4,16-21 (La primera revelación mesiánica de Jesús)
20 Jesús cerró el Libro, lo devolvió al ayudante y se sentó. Todos en la sinagoga tenían los ojos fijos en él. 21 Entonces comenzó a decirles: «Hoy se ha cumplido este pasaje de la Escritura que acaban de oír».

Reflexión
Jesús es el Mesías porque es el ungido por el Espíritu Santo. Jesús realiza perfectamente su misión como Rey, Sacerdote y Profeta, cumpliendo la esperanza mesiánica de Israel. Los profetas anunciaron que sobre el Mesías reposaría el Espíritu del Señor para realizar su misión de salvación. En Jesús el Espíritu Santo se derrama sin medida. Toda la vida y misión de Jesús se realizó en plena comunión con el Espíritu Santo, más aún, el vínculo del Espíritu con la Palabra hecha carne llega a su vértice en Jesucristo.

El Señor fue a la sinagoga de Nazaret, como lo hacía todos los sábados, y fue invitado para hacer la lectura. Ya en ese entonces suscitaba la admiración de muchos. Providencialmente Jesús abre el libro del profeta Isaías donde se anuncia que el Espíritu está sobre El y proclama cumplida la promesa del año de gracia del Señor para: los pobres que no tienen a Dios, ni la ley, ni la salvación; para los cautivos y encarcelados por el pecado. Jesús al proclamarse Mesías afirmó que El poseía en plenitud el Espíritu Santo, marcando de este modo un nuevo inicio del don del Espíritu que Dios hace a la humanidad. El año de gracia del Señor llegó a plenitud en la cruz y en la resurrección de Jesús, cuando Jesucristo nos libró de la esclavitud del egoísmo, del pecado y de la muerte. He aquí el fundamento de la esperanza cristiana.

Jesús no solamente desarrolló toda su vida y misión en perfecta comunión con el Espíritu, sino que también se puede decir que es el misionero del Espíritu Santo pues Dios Padre lo envió para anunciar el evangelio movido por la fuerza del Paráclito.

Desde la Encarnación hasta la Parusía el Espíritu Santo guía a la Iglesia para que continúe el anuncio del Evangelio comenzado a proclamar por Jesús en la sinagoga de Nazaret, según el proyecto de Dios Padre. He aquí por qué el Espíritu Santo suscita diversos carismas para el bien común de la Iglesia y de la humanidad. En Jesucristo está la fuente de la alegría personal y comunitaria porque restablece en los hombres la comunión con Dios Uno y Trino, por esto y por su presencia sacramental en la Iglesia podemos vivir permanentemente el año de gracia del Señor.

MISA VESPERTINA DE LA CENA DEL SEÑOR: Lavatorio de los pies  e Institución de la Eucaristía (comienza el Triduo pascual)

  • El relato de la Institución de la Eucaristía en la segunda lectura
  • El Rito del Lavatorio a los Apóstoles

Liturgia de la Palabra: Ex 12, 1-8;11-14; Sal 115; 1Co 11,23-26; Evangelio Jn 13,1-15: Lavatorio de los pies y Eucaristía.

1 Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, él, que había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el extremo… 3 sabiendo Jesús que el Padre había puesto todo en sus manos y que él había venido de Dios y volvía a Dios, 4 se levantó de la mesa, se sacó el manto y tomando una toalla se la ató a la cintura. 5 Luego echó agua en un recipiente y empezó a lavar los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que tenía en la cintura.

Reflexión de Jn 13,1-15
San Juan propone, en lugar del relato de la Institución de la Eucaristía, el lavatorio de los pies, donde Jesucristo se revela como maestro de comunión y servicio. Esta es la expresión más clara del verdadero amor, que es una gracia porque procede del Dios Uno y Trino, se nos comunica a nosotros por medio de Jesucristo. 

Dios ama a su criatura, el hombre; lo ama también en su caída y no lo abandona a sí mismo. Él ama hasta el fin. Lleva su amor hasta el final, hasta el extremo: baja de su gloria divina. Se desprende de las vestiduras de su gloria divina y se viste con ropa de esclavo. Baja hasta la extrema miseria de nuestra caída. Se arrodilla ante nosotros y desempeña el servicio del esclavo; lava nuestros pies sucios, para que podamos ser admitidos a la mesa de Dios, para hacernos dignos de sentarnos a su mesa, algo que por nosotros mismos no podríamos ni deberíamos hacer jamás” (Benedicto XVI).

Estamos ante el amor creador porque existimos por ese amor, también estamos ante el amor redentor que nos recrea. Este amor requiere ser recibido y ofrecido, que nos convirtamos en sujetos de caridad, instrumentos que difunden ese amor divino.

Esta respuesta al Amor divino nos es dada a cada bautizado gracias al Espíritu Santo, el Espíritu es esa potencia interior que armoniza su corazón con el corazón de Cristo y los mueve a amar a los hermanos como Él los ha amado, cuando se ha puesto a lavar los pies de sus discípulos (cf. JN 13,1-13) y, sobre todo, cuando ha entregado su vida por todos (cf. JN 13,1 JN 15,13)” (DCE 19).
 
Reflexión de 1Co 11,23-26
En cuanto a la Institución de la Eucaristía Cuando la Iglesia celebra la Eucaristía, memorial de la muerte y resurrección de su Señor, se hace realmente presente este acontecimiento central de salvación y « se realiza la obra de nuestra redención ». Este sacrificio es tan decisivo para la salvación del género humano, que Jesucristo lo ha realizado y ha vuelto al Padre sólo después de habernos dejado el medio para participar de él, como si hubiéramos estado presentes. Así, todo fiel puede tomar parte en él, obteniendo frutos inagotablemente. Ésta es la fe de la que han vivido a lo largo de los siglos las generaciones cristianas. Ésta es la fe que el Magisterio de la Iglesia ha reiterado continuamente con gozosa gratitud por tan inestimable don. Deseo, una vez más, llamar la atención sobre esta verdad, poniéndome con vosotros, mis queridos hermanos y hermanas, en adoración delante de este Misterio: Misterio grande, Misterio de misericordia. ¿Qué más podía hacer Jesús por nosotros? Verdaderamente, en la Eucaristía nos muestra un amor que llega « hasta el extremo » (JN 13,1), un amor que no conoce medida” (EE 11).

La primera multiplicación de panes y el discurso del Pan de Vida prepara el alimento espiritual de la eucaristía, como se evidencia en los gestos rituales antes del milagro: tomó, bendijo, partió y dio el pan. La Iglesia es testigo que Jesús puso desde ese momento los cimientos del Bien que sacia la verdadera hambre de la multitud: el alimento de su Ser divino, la medicina de inmortalidad ofrecida para todos desde su muerte en Cruz y su Resurrección.

El Señor se donó a Sí mismo, culminando el día con el alimento que dio a los que lo buscaban a costa de cualquier sacrificio, incluso yendo hasta lugares solitarios como el de este milagro. Esta misma actitud de donación de sí espera Jesús de su Cuerpo místico para todos aquellos que lo buscan, que confían en Dios y que quieren alimentarse del banquete eucarístico. Jesús invita a sus discípulos a dar de comer a la multitud, los invita a que la caridad de sus palabras sea corroborada por la de sus obras, a una santidad que conduce a la entrega de sí mismos a los hermanos, a ser con su Señor pan partido para la vida del mundo. Los sucesores de los apóstoles y todo el pueblo de Dios están llamados desde la Eucaristía a construir una espiritualidad de comunión en cada iglesia particular.

La auténtica caridad, aunque no cuente con los recursos necesarios, como sucedía con los discípulos que tenían únicamente cinco panes y dos peces, al alimentarse eucarísticamente de la caridad de Jesús es capaz de ser creativa, es capaz de responder a todos los hombres, tanto con el alimento eucarístico como con la solidaridad en sus diversas formas. Lo que Dios le pide al hombre de fe es que ponga todo lo que tenga, aunque disponga de muy pocos recursos. El Señor tiene el poder de transformar la oblación de sus hijos en don de amor para todos. Desde esta primera multiplicación de panes la Presencia divina de Jesús en la Iglesia siempre ha bendecido el esfuerzo de quien da todo para que los demás reciban toda clase de bienes, especialmente los espirituales que no tienen precio. La eucaristía es así una profunda llamada al don de sí mismos a los hermanos, a ser pan partido de amor para todos, siguiendo al Señor que es Amor.

INTIMA RELACIÓN DE LA EUCARISTÍA CON EL SACERDOCIO

Eucaristía y Sacerdocio ministerial
El pasaje está presidido por el doble tema de la hora y de la gloria. Se trata de la hora de la muerte (cf. JN 2,4 7,30 8,20), la hora en la que Cristo debe pasar de este mundo al Padre (Jn 13,1). Pero, al mismo tiempo, es también la hora de su glorificación que se cumple por la cruz, y que el evangelista Juan llama «exaltación», es decir, ensalzamiento, elevación a la gloria: la hora de la muerte de Jesús, la hora del amor supremo, es la hora de su gloria más alta. También para la Iglesia, para cada cristiano, la gloria más alta es aquella Cruz, es vivir la caridad, don total a Dios y a los demás” (Benedicto XVI).

Relación fundamental con Cristo, Cabeza y Pastor
Jesucristo ha manifestado en sí mismo el rostro perfecto y definitivo del sacerdocio de la nueva Alianza. Esto lo ha hecho en su vida terrena, pero sobre todo en el acontecimiento central de su pasión, muerte y resurrección.

Como escribe el autor de la Carta a los Hebreos, Jesús siendo hombre como nosotros y a la vez el Hijo unigénito de Dios, es en su propio ser mediador perfecto entre el Padre y la humanidad (cf. He 8-9); Aquel que nos abre el acceso inmediato a Dios, gracias al don del Espíritu: «Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre!» (Ga 4,6 cf. Rm 8,15).

Jesús lleva a su plena realización el ser mediador al ofrecerse a sí mismo en la cruz, con la cual nos abre, una vez por todas, el acceso al santuario celestial, a la casa del Padre (cf. He 9,24-26). Comparados con Jesús, Moisés y todos los mediadores del Antiguo Testamento entre Dios y su pueblo —los reyes, los sacerdotes y los profetas— son sólo como «figuras» y «sombra de los bienes futuros, no la realidad de las cosas» (cf. He 10,1).

Jesús es el buen Pastor anunciado (cf. Ez 34); Aquel que conoce a sus ovejas una a una, que ofrece su vida por ellas y que quiere congregar a todos en «un solo rebaño y un solo pastor» (cf. JN 10,11-16). Es el Pastor que ha venido «no para ser servido, sino para servir» (cf. Mt 20,24-28), el que, en la escena pascual del lavatorio de los pies (cf. Jn 13,1-20), deja a los suyos el modelo de servicio que deberán ejercer los unos con los otros, a la vez que se ofrece libremente como cordero inocente inmolado para nuestra redención (cf. Jn 1,36 Ap 5,6 Ap 5,12).

Con el único y definitivo sacrificio de la cruz, Jesús comunica a todos sus discípulos la dignidad y la misión de sacerdotes de la nueva y eterna Alianza. Se cumple así la promesa que Dios hizo a Israel: «Seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa» (Ex 19,6). Y todo el pueblo de la nueva Alianza —escribe San Pedro— queda constituido como «un edificio espiritual», «un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales aceptos a Dios por mediación de Jesucristo» (1P 2,5). Los bautizados son las «piedras vivas» que construyen el edificio espiritual uniéndose a Cristo «piedra viva... elegida, preciosa ante Dios» (1P 2,4 1P 2,5). El nuevo pueblo sacerdotal, que es la Iglesia, no sólo tiene en Cristo su propia imagen auténtica, sino que también recibe de Él una participación real y ontológica en su eterno y único sacerdocio, al que debe conformarse toda su vida” (PDV 13).

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