PRIMER DOMINGO ADVIENTO (C)
25 «Habrá señales
en el sol, en la luna y en las estrellas; y en la tierra, angustia de las
gentes, perplejas por el estruendo del mar y de las olas, 26 muriéndose
los hombres de terror y de ansiedad por las cosas que vendrán sobre el mundo;
porque las fuerzas de los cielos serán sacudidas. 27 Y entonces verán
venir al Hijo del hombre en una nube con gran poder y gloria. 28 Cuando
empiecen a suceder estas cosas, cobrad ánimo y levantad la cabeza porque se
acerca vuestra liberación.»
34 «Guardaos de que
no se hagan pesados vuestros corazones por el libertinaje, por la embriaguez y
por las preocupacines de la vida, y venga aquel Día de improviso sobre
vosotros, 35 como un lazo; porque vendrá sobre todos los que habitan
toda la faz de la tierra. 36 Estad en vela, pues, orando en todo tiempo
para que tengáis fuerza y escapéis a todo lo que está para venir, y podáis
estar en pie delante del Hijo del hombre» (Lc 21,25-28.34-36).
CONTEXTO LITÚRGICO
Jr 33,14-16; Sal
24,4-5.8-10.14; 1Ts 3,12—4,2
CITAS DEL CEC SUGERIDAS
CEC 668-677, 769: la tribulación final y la venida de Cristo en
gloria
CEC 451, 671, 1130, 1403, 2817: “¡Ven, Señor Jesús!”
CEC 439, 496, 559, 2616: Jesús es el Hijo de David
CEC 207, 210-214, 270, 1062-1063: Dios es fiel y misericordioso
HERMENÉUTICA DE LA FE
El Adviento tiene un
doble sentido: se trata de un momento serio porque nos invita a vigilar de cara
al final de la historia, pero también contiene una dimensión más relevante de
alegría, gozo y esperanza. Los verbos “guardaos... estad
en vela... orando en todo tiempo... y podáis estar en pie...” de los vv. 34-36 nos invitan a estar
vigilantes. El vigilar es un elemento esencial del reino de Dios, junto con la
fe y la conversión. Alegría porque “es la buena nueva de nuestra salvación; es
el anuncio de que el Señor está cerca; más aún, de que ya está con nosotros…;
las calamidades anunciadas están orientadas a la liberación de los oprimidos
(cf. v. 15). Por consiguiente, provocan la alegría del justo” (San Juan Pablo
II).
Hay una íntima relación entre el principio de
la creación y el final de nuestra historia, entre Protología y Parusía, “el
Adviento orienta nuestro pensamiento al ‘principio’; porque el principio, el
misterio de la creación, significa, al mismo tiempo, la primerísima venida de
Dios. El principio indica el término” (San Juan Pablo II). La sabiduría
cristiana nos enseña que “viviremos de modo justo la Navidad, esto es, la
gozona primera venida del Salvador, cuando seamos conscientes de su última
venida” (San Juan Pablo II).
El final de la historia nos revela la misma
eternidad de Dios, “a través del pasar del mundo, a través de la muerte del
hombre se revela Dios, aquel que no pasa. Él no está sometido al tiempo. Es
eterno… El Adviento es ante todo el recuerdo de la eternidad de Dios” (San Juan
Pablo II). El Adviento anuncia así el retorno constante de Jesucristo, “retorno
del Redentor al final de los tiempos; retorno continuo del Hijo de Dios y
Salvador en nuestra historia en los días que nos atañen. El Señor ha venido ya,
el Señor viene, el Señor vendrá de nuevo” (San Juan Pablo II) para consumar su
gran proyecto redentor.
El Adviento nos da la certeza del ser
indestructible de Dios, “el Hijo esplendor de la gloria del Padre, se ha hecho
uno de nosotros; inicia un sorprendente combate contra las fuerzas de las
tinieblas. Una lucha en la cual el poder de las tinieblas no puede detener la
fuerza de Cristo… Pero las tinieblas no lo detuvieron; él combate con las armas
de la paz” (San Juan Pablo II). Finalmente vence Cristo Cordero, Esposo de la
Iglesia.
En la dimensión de
espera del Adviento se nos invita a la oración precisamente porque “es indispensable, simplemente porque se trata
de cumplir la obra de Dios y no la nuestra. Se trata de cumplirla según su
inspiración, y por tanto con su Espíritu Santo y no según nuestros
sentimientos… Sólo la gracia permite cumplir la obra de la salvación que
implica la conversión de las personas; sólo el Espíritu de Dios hace tomar
conciencia del pecado, dona el deseo de abandonarlo, conduce a la fe o a la
reconciliación con Dios” (San Juan Pablo II).
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