SANTÍSIMA TRINIDAD
Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no
perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque
Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se
salve por él. El que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está
juzgado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios. (Jn 3,16-18)
COMENTARIO
Dios, el Eterno, el Invisible, el Amor
–como afirma san Juan–, quiere la salvación del mundo, por esto envío a
Jesucristo su Único Hijo, para mostrar su misericordia, su ágape (caritas) por
toda la humanidad, sin importar la clase de pecado que hubiera cometido. En la
entrega del Hijo actúa toda la Trinidad: el Padre entrega a quien más ama, el
Hijo se despoja de todo para salvarnos, el Espíritu sale del abrazo divino para
inundar el desierto de la humanidad. Esta es la verdad revolucionaria del
evangelio: el Amor que redime y nos hace vivir ya en la eternidad de Dios.
Jesús, gracias a su muerte en la Cruz
nos envía la potencia interior del Espíritu Santo para que continúe la obra
redentora, la nueva comunicación salvífica de Dios, convenciendo al hombre de
su pecado y convirtiéndolo. No hay conversión sin el reconocimiento del propio
pecado. En la conversión el creyente descubre un doble don: el don de la verdad
de la conciencia y el don de la certeza de la redención. Esta doble dádiva
procede de la esencia más profunda de Dios, fuente de toda dádiva. El Padre nos
da al Hijo, el Hijo nos da al Espíritu Santo, que es Persona-don.
El Espíritu es la potencia interior
que armoniza el corazón del creyente con el de Jesús, que mueve a amar con el
mismo amor del Maestro; es fuerza que transforma el corazón de la comunidad
eclesial para dar un testimonio de comunión, para expresar el amor en el
servicio del bien integral del hombre a través de la Palabra, de los
sacramentos y la promoción de la persona humana. El Espíritu Santo genera y nos
pide la vida nueva, que nos comunica el amor de Jesucristo y nos conduce al
Padre por el Espíritu.
El encuentro con esta única verdad
realmente redentora, exige hacer nuestro el sí a la Cruz, el vivir la comunión
con Cristo, sin lo cual no podemos participar de la vida plena. Cuanto más
renunciamos a algo por amor a Cristo, tanto más rica y grande se hace nuestra
vida. Hemos de hacer de nuestra vida un don sin reservas.
La sangre de Jesucristo manifiesta la
vocación y la esencia del hombre: el don sincero de sí mismo. La sangre del
Señor se derrama como don de vida, como instrumento de comunión con Dios. Quien
bebe de esa sangre en la Eucaristía y permanece en Jesús, se compromete con su
mismo amor y su misma entrega. He aquí la fuerza divina para que los hombres
nos comprometamos en favor de la vida, conscientes que esa sangre es la vida
que finalmente vencerá.
Además la misericordia del Señor –que
es redención– se manifiesta en su presencia entre nosotros y en la llamada a encontrarlo
y proclamarlo; ningún pecado humano cancela la misericordia de Dios, cuyo
Rostro es Jesucristo; el pecado tampoco impide su fuerza victoriosa siempre y
cuando la invoquemos, de lo contrario, al no creer en Jesucristo quedaremos
fuera de su luz eternamente.
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