EL MATRIMONIO Y LA FAMILIA EN LA SAGRADA ESCRITURA




Para comprender la vocación y la misión de la familia, a pesar de todo lo que se ha hecho para destruir esta institución divino-natural en los últimos decenios, es preciso volver al proyecto original de Dios sobre el matrimonio antes del pecado original, al estado de justicia original o Protología. La Revelación sobrenatural nos enseña que “la historia de la salvación está atravesada por el tema de la alianza esponsal, expresión significativa de la comunión de amor entre Dios y los hombres y clave simbólica para comprender las etapas de la alianza entre Dios y su pueblo[1]. En la Revelación es central el amor de Dios por su pueblo, expresado en el consentimiento conyugal como imagen y símbolo de la Alianza de Dios con su pueblo.
Al “principio” Dios creó al hombre y a la mujer en estado de justicia original[2], los hizo diversos pero complementarios, como dos yo humanos que se donaban a sí mismos para el bien del otro, en comunión interpersonal. Gn 2,22-25 recoge la definición subjetiva del hombre, nos habla de su autoconciencia o autocomprensión, esta definición subjetiva se complementa con la definición objetiva del ser imagen de Dios de Gn 1,27-29. Ambos relatos revelan así la naturaleza íntegra de la persona humana.
La Protología es sumamente importante para la antropología porque fundamenta la grandeza de la dignidad de la persona humana. Simultáneamente la Protología pone en evidencia la gran dignidad del cuerpo humano porque es también imagen de Dios. La sacralidad del cuerpo humano supone vivir el don sincero de sí mismos, que hace del hombre un sujeto de verdad y de amor, tal como lo vivieron nuestros primeros padres en el estado de justicia original. Dios estableció así el matrimonio entre el hombre y la mujer como la institución más adecuada para formar una familia, es decir, una comunidad de vida y amor, indisoluble y fecunda. El matrimonio es el sacramento más antiguo instituido por Dios y como comunidad expresa mejor el misterio íntimo de Dios. El hombre histórico, particularmente el matrimonio y la familia, no se puede comprender sin los datos revelados en la Protología pues quedaría en la oscuridad.
El hombre y la mujer estaban llamados a permanecer en el estado de justicia original siempre y cuando no comieran del árbol del bien y del mal, lamentablemente ambos desobedecieron el mandato de Yavé, cometiendo el pecado original, que aunque no produjo la pérdida del ser a imagen y semejanza de Dios[3], sí perdieron la semejanza divina, es decir, la gracia santificante, quedando su ser relacional profundamente herido, desde entonces aparecen los conflictos, el deseo de imponerse al otro, los celos, etc., tal como se evidencian las tensiones de nuestras familias en la actualidad, incluso en aquellas familias que han recibido el bautizo sacramental. Esta profunda herida en la naturaleza humana explica también por qué unas familias construyen su vida sobre la arena de su egoísmo. El pecado original manifiesta la necesidad que tiene cada familia de la redención obrada por Jesucristo, de su gracia sobrenatural para curar las heridas del matrimonio y la familia.
Dios es fidelísimo, como se palpa frente a las constantes infidelidades de Israel, el pueblo de la antigua alianza, particularmente a causa de la idolatría. El Señor envió a los profetas para que hablaran en su nombre, para que su pueblo volviera a su Señor, que mostraran la fidelidad inquebrantable del Señor: Los profetas nos revelaron la esponsalidad de Yavé con Israel[4], el don de Sí del Señor a pesar de la infidelidad humana, también nos revelaron la promesa de una nueva alianza[5] cumplida en la Pascua de Jesucristo. Lo grandioso de la época profética es que Yavé se reveló como Misericordia, porque decidió permanecer fiel para siempre a su pueblo. Éste atributo divino alcanzó su plenitud con Jesucristo, Rostro visible del Padre, quien siempre se compadece del pecador arrepentido.
El Cantar de los Cantares recoge el paso de los esposos de la atracción física al amor de donación, a la atracción de la persona. La relación conyugal se describe en términos de fraternidad: hermano-hermana. Aquí se percibe cómo el ser humano es capaz de vivir la verdad y el amor conyugal considerando al otro en su profunda dignidad de persona humana.
La oración de Tobías y Sara[6] recoge la confianza en la Alianza y en la fuerza salvadora del Señor, tal confianza en la fuerza del bien divino  es recogida en la Nueva Alianza en la liturgia del sacramento del matrimonio, manifestando la fe madura de los cónyuges al fiarse del Señor y no de las propias fuerzas humanas.
En la plenitud de los tiempos Jesucristo vino a redimir el amor humano, vino a devolverle la semejanza divina, su dignidad sobrenatural perdida por el pecado original.  Cristo ha introducido como emblema de sus discípulos sobre todo la ley del amor y del don de sí a los demás[7], y lo hizo a través de un principio que un padre o una madre suelen testimoniar en su propia existencia: «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15,13). Fruto del amor son también la misericordia y el perdón[8]. Jesucristo justificó gratuitamente al ser humano y elevó el matrimonio a la dignidad de sacramento[9], signo del misterio salvífico de Dios en Jesucristo, de la Alianza nueva y definitiva en Cristo-Esposo de la Iglesia, revelándonos con gran esplendor toda la grandeza de la sacralidad de su Cuerpo humano, sacramento de la Redención.
El vínculo esponsal de la Iglesia con Jesucristo iniciado en la Pascua de Jesús, la nueva creación, ha de alcanzar su plenitud al final de la historia con las bodas de Cristo-Cordero[10], donde la Vida del Resucitado triunfará sobre todos sus enemigos, particularmente sobre la muerte. Emerge victoriosa la transversalidad del misterio esponsal de Cristo Esposo con su nuevo y definitivo Pueblo. He aquí la dimensión escatológica, trascendente, del matrimonio y de la familia inserta en la esperanza teologal, que impulsa a superar cualquier desafío histórico que pueda encontrar.


[1] Compendio de Doctrina Social de la Iglesia, 219. Como se constata desde el Génesis hasta el Apocalipsis.
[2] Cfr. Gn 1—2; Mt 19,3-6.
[3] Cfr. Gn 1,26-27.
[4] Cfr. Oseas.
[5] Cfr. Jeremías.
[6] Cfr. Tb 8,5-8.
[7] Cfr. Mt 22,39; Jn 13,34.
[8] Amoris Laetitia, 27.
[9] Cfr. Ef 5,22-33.
[10] Cfr. Ap 19,7-9.

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