AMOR QUE SE VUELVE FECUNDO Amoris Laetitia


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¿Hemos sido acogidos los hijos por nuestros padres como un don maravilloso?
¿Por qué no puede percibir la madre toda la plenitud de la vocación divina de su hijo?



El amor cristiano no se encierra en los cónyuges pues siempre da vida (cfr. AL 165).
Acoger una nueva vida
La familia no sólo genera sino que acoge la vida como un don de Dios. De este modo, a los hijos se les ama antes de su nacimiento, reflejando la belleza del amor divino que siempre toma la iniciativa. Además de ser acogido el don del hijo, ha de custodiarse hasta que alcance la vida eterna (cfr. AL 166).
Las familias numerosas expresan la fecundidad generosa del amor, entendiendo la paternidad responsable como un uso sabio y responsable de su libertad como cónyuges discerniendo las realidades sociales y demográficas, su propia situación y sus legítimos deseos (cfr. AL 167).
El amor en la espera propia del embarazo
El embarazo no solamente es una etapa difícil sino también maravillosa, pues la madre acompaña a Dios para producir la nueva vida. El niño por nacer es un proyecto de Dios Padre y de su amor (cfr. AL 168).
La madre embarazada colabora con Dios cuando sueña a su hijo, sin esta capacidad de soñar los hijos se ven privados del amor que crece, la vida se apaga y debilita. Parte de ese sueño es el bautismo del niño, preparado con la oración de sus padres (cfr. AL 169).
La información genética heredada de los padres no puede percibir la plenitud de ese niño como proyecto divino, conocida solamente por Dios Padre, la madre necesita pedirle a Dios que le haga ver en profundidad y esperar a su propio hijo, único e irrepetible, se le ama al hijo por ser hijo (cfr. AL 170).
Que nadie le quite a la mujer el gozo interior de su maternidad, su niño lo merece, que ella le pida al Señor cuidar y transmitir esa alegría al hijo (cfr. AL 171).
Los actos de amor de los padres con sus hijos pasan además de lo material por el don del nombre, el lenguaje que se comparte, las miradas, sonrisas, busca la libertad, acepta la diversidad del otro y lo respeta. El respeto de la dignidad del niño requiere al padre y a la madre que se amen como fuente, nido y fundamento de la familia. Cuando falte alguno de los cónyuges se debe buscar un modo de compensar ese vacío para favorecer la adecuada maduración del hijo (cfr. AL 172).
La orfandad maternal es un grave riesgo, pues la maternidad comporta capacidades y deberes que la sociedad debe proteger y preservar (cfr. AL 173).
Las madres testimonian la belleza de la vida y “son el antídoto más fuerte ante la difusión del individualismo egoísta”. La Iglesia agradece el aporte de las madres a la Iglesia y al mundo (cfr. AL 174).
La madre que da ternura y compasión al hijo, le ayuda a confiar, a percibir el mundo como un lugar bueno, permitiendo una autoestima que favorece la intimidad y la empatía. La presencia del padre y de la madre es el ámbito adecuado para la maduración del hijo (cfr. AL 175).
La figura del padre, en la cultura occidental, de algún modo está ausente, desviada y desvanecida. Su excesiva concentración en sí mismo, en su trabajo y en sus propias realizaciones individuales, lo conduce a olvidar a su familia. La distracción en los medios de comunicación y de tecnología afecta no solamente su presencia sino también su autoridad (cfr. AL 176).
Las características valiosas de la masculinidad del padre son dadas por Dios para que se acerque a su esposa y comparta todo. Recordemos que cuando los niños se quedan sin padres, dejan de ser niños precozmente (cfr. AL 177).
Fecundidad ampliada
El valor y la indisolubilidad del matrimonio, como amistad y comunión, se conserva a pesar de que falte la prole (cfr. AL 178).
La adopción permite realizar la maternidad y la paternidad pues constituye un acto de amor que regala “una familia a quien no la tiene”  (cfr. AL 179).
La asunción de la adopción expresa una fecundidad particular de la vida conyugal, en casos de infertilidad y en otras situaciones (cfr. AL 180).
La fecundidad del amor no se limita a la adopción como único camino, pues la dimensión relacional lo abre a la sociedad. Los matrimonios deben tener una clara conciencia de sus deberes sociales como la solidaridad (cfr. AL 181).
La fecundidad de la familia se palpa en su sencillez, en la cercanía a todos, en la integración en su comunidad (cfr. AL 182).
La fuerza del amor matrimonial conduce también a sanar las heridas de las personas abandonadas, trabajar por la cultura del encuentro, luchar por la justicia. Las familias solidarias llegan a los pobres, a los que pasan una situación peor que ellas (cfr. AL 183).
Mediante el testimonio y la palabra las familias transmiten la fe, suscitan el deseo de Dios, muestran la belleza del Evangelio y el nuevo estilo de vida cristiano (cfr. AL 184)

COMPARTAMOS NUESTRA EXPERIENCIA

¿Por qué nuestro entorno vital se aísla cada vez más?
¿Por qué nos cuesta abrirnos a los demás, comenzando por nuestros parientes?
 

Discernir el cuerpo
El pasaje de 1Co 11,17-34 nos recuerda el sentido social que tiene: el descuido de los pobres (cfr. AL 185).
La comunión eucarística no puede conducirnos a las divisiones ni a discriminar a nadie. Las familias no se pueden encerrar en sí mismas ni aislarse, menos aún, permanecer indiferentes ante el sufrimiento de los más pobres y necesitados. Sería indigna la comunión eucarística si no vivimos la solidaridad, dividimos la comunidad, despreciamos a los demás o vivimos la inequidad (cfr. AL 186).
La vida en la familia grande
La propia familia no debe aislarse respecto al resto de los parientes ni de los vecinos, pues cierra el corazón y priva de la amplitud del existir (cfr. AL 187).
Ser hijos
El que los hijos abandonen a sus padres va contra la Ley de Dios, daña la conciencia del hijo pues el don de la vida es el primer regado recibido (cfr. AL 188).
Una sociedad carece de honor cuando los hijos no honran a sus padres, los jóvenes se vuelven desapacibles y ávidos (cfr. AL 189).
El dejar a los padres para asumir la vocación y misión matrimonial plantea el desafío de “encontrar una nueva manera de ser hijos” (cfr. AL 190).
Los ancianos
La solidaridad vivida en la familia nos llama también a escuchar el grito de los ancianos que temen el olvido y el desprecio. La comunidad les debe a los ancianos gratitud, aprecio y hospitalidad (cfr. AL 191).
Frecuentemente los abuelos transmiten los grandes valores a los nietos, como ha sucedido con tantos en la experiencia de su iniciación cristiana. Una sociedad es de calidad cuando atiende a los ancianos, cuando respeta la sabiduría de los ancianos (cfr. AL 192).
Nuestra sociedad tiene el defecto de la ausencia de la memoria histórica. “Conocer y poder tomar posición frente a los acontecimientos pasados es la única posibilidad de construir un futuro con sentido” (cfr. AL 193).
Ser hermanos
Cuando la fraternidad de los hijos se construye “en un clima de educación abierto a los demás”, se vuelve en “una gran escuela de libertad y de paz” (cfr. AL 194).
El crecimiento de la fraternidad se da a través del cuido, de la ayuda y del ser ayudados. Los hijos necesitan aprender a tratarse como hermanos, que aunque cuesta, es auténtica escuela de sociabilidad (cfr. AL 195).
Un corazón grande
Existe además la familia grande de los amigos y las familias amigas, las comunidades de familias que se han de apoyar en los problemas, en los deberes sociales y de fe (cfr. AL 196).
En esta familia grande caben las madres adolescentes, los niños sin padres, las mujeres solas, las personas con discapacidad, los jóvenes que luchan contra la adicción, los solteros, separados y viudos, los ancianos y enfermos abandonados, incluso los más desastrosos por su conducta (cfr. AL 197).
Pertenecen a esta familia grande también el suegro, la suegra y todos los parientes del cónyuge (cfr. AL 198).

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