DOMINGO VIGÉSIMO SEGUNDO T O (B)



1 Se reúnen junto a él los fariseos, así como algunos escribas venidos de Jerusalén. 2 Y al ver que algunos de sus discípulos comían con manos impuras, es decir no lavadas, 3 - es que los fariseos y todos los judíos no comen sin haberse lavado las manos hasta el codo, aferrados a la tradición de los antiguos, 4 y al volver de la plaza, si no se bañan, no comen; y hay otras muchas cosas que observan por tradición, como la purificación de copas, jarros y bandejas -. 5 Por ello, los fariseos y los escribas le preguntan: «¿Por qué tus discípulos no viven conforme a la tradición de los antepasados, sino que comen con manos impuras?» 6 El les dijo: «Bien profetizó Isaías de vosotros, hipócritas, según está escrito: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. 7 En vano me rinden culto, ya que enseñan doctrinas que son preceptos de hombres. 8 Dejando el precepto de Dios, os aferráis a la tradición de los hombres.»
14. Llamó otra vez a la gente y les dijo: «Oídme todos y entended. 15 Nada hay fuera del hombre que, entrando en él, pueda contaminarle; sino lo que sale del hombre, eso es lo que contamina al hombre.
21. Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen las intenciones malas: fornicaciones, robos, asesinatos, 22 adulterios, avaricias, maldades, fraude, libertinaje, envidia, injuria, insolencia, insensatez. 23 Todas estas perversidades salen de dentro y contaminan al hombre»
(Mc 7,1-8.14-15.21-23).

CONTEXTO LITÚRGICO DEL EVANGELIO

Dt 4,1-2.6-8; Sal 14,2-5; Sant 1,17-18.21-22.27

CITAS DEL CEC SUGERIDAS

CEC 577-582: Cristo y la Ley
CEC 1961-1974: la Ley antigua y el Evangelio

HERMENÉUTICA DE LA FE



Jesús interpreta definitivamente la Ley en lo referente a la pureza moral y particularmente referida a la purificación de las manos, pero, en su momento, “se vio enfrentado a algunos doctores de la Ley que no recibían su interpretación a pesar de estar garantizada por los signos divinos con que la acompañaba” (San Juan Pablo II). El problema de ellos y el de cualquier sociedad dominada por el egoísmo tiene su fuente en el corazón humano, en el interior humano, que mira especialmente a la intencionalidad, a la malicia, que desencadena las pasiones y los actos moralmente malos. Muchos “descuidan el lavar las verdaderas manchas de sus cuerpos, esto es, las del espíritu” (San Beda).

Del corazón humano nacen la pureza moral, los buenos propósitos, los propósitos de bien, el esfuerzo de una conciencia recta, pero también allí se anida el mal moral, la impureza. Vivir en comunión con Cristo requiere “obrar con corazón bueno, esto es en la sinceridad y en la verdad. En el corazón bueno está el fundamento de nuestra relación con Cristo” (San Juan Pablo II). Hemos de conformar nuestro corazón con el de Cristo, en quien está “la verdad que guía, la luz que orienta, la gracia que sostiene” (San Juan Pablo II).

Purificar el corazón supone la conversión constante del mismo. He aquí que el remedio a los males actuales debe partir también desde el interior, pero “la puerta de nuestro corazón sólo puede ser abierta por la Palabra grande y definitiva del amor de Cristo por nosotros, que es su muerte en la cruz” (San Juan Pablo II). Quien asume como parte de su vida la conversión constante posee “la verdadera sabiduría: "la plenitud de la sabiduría es temer al Señor" (Sir 1, 16)… tened, pues, la valentía del arrepentimiento; y tened también la valentía de alcanzar la gracia de Dios por la confesión sacramental” (San Juan Pablo II). Esto es lo que garantiza un auténtico aporte de bien a la sociedad y a la Iglesia.

La sociedad y la Iglesia para que tengan un rostro auténticamente humano y cristiano, que renueve el entramado social y las relaciones interpersonales, requiere “rehacer al hombre desde dentro, curando las heridas y realizando una auténtica purificación de la memoria mediante el perdón recíproco” (San Juan Pablo II). Este proceso purificatorio ha de ir acompañado por la Iglesia, partiendo especialmente de la familia.

La pureza interior del creyente, mantenida o recobrada por la confesión sacramental, permite un auténtico servicio a la sociedad y a la Iglesia, hecho efectivo mediante “la presencia operante de la gracia de Dios en él y a través de él. La paz en el corazón del cristiano, por tanto, está unida inseparablemente a la alegría, que en griego (chará) es etimológicamente afín a la gracia (cháris)… Cuando la alegría de un corazón cristiano se derrama en los demás hombres, allí engendra esperanza, optimismo, impulsos de generosidad” (San Juan Pablo II).

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