CUARTO DOMINGO CUARESMA (B)



En aquel tiempo dijo Jesús a Nicodemo: —Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto así tiene que ser elevado el Hijo del Hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna. Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él, no será condenado; el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios. Esta es la causa de la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra perversamente detesta la luz, y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras. En cambio, el que realiza la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios (Jn 3,14-21).

CONTEXTO LITÚRGICO DEL EVANGELIO
2Cro 36,14-16.19-23; Sal 136,1-6; Ef 2,4-10

El Señor, el Dios de los cielos, me ha dado todos los reinos de la tierra. Él me ha encargado que le edifique una Casa en Jerusalén, en Judá. Quien de entre vosotros pertenezca a su pueblo, ¡sea su Dios con él y suba!” (2Cro 36,23).

Que se me pegue la lengua al paladar si no me acuerdo de ti, si no pongo a Jerusalén en la cumbre de mis alegrías” (Sal 136,6).

Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó: estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho vivir con Cristo” (Ef 2,4-5).

NÚMEROS DEL CEC SUGERIDOS

CEC 389, 457-458, 846, 1019, 1507: Cristo, el Salvador
CEC 679: Cristo es el Señor de la vida eterna
CEC 55: Dios quiere dar a los hombres la vida eterna
CEC 710: el exilio de Israel presagio de la Pasión

HERMENÉUTICA DE LA FE



Jesucristo se encarnó para redimirnos pues “quien por el poder de su divinidad nos había creado para gozar de la felicidad de la vida eterna, El mismo nos redimiese por medio de la fragilidad humana para que alcanzáramos la vida que habíamos perdido” (San Agustín). Con la Encarnación y Redención el mundo recibe un “nuevo valor y debe ser amado” (san Juan Pablo II), pues el Señor quiere la salvación de todos.

La muerte de Jesús en la Cruz es el culmen de su Amor por cada uno de nosotros. Este misterio del Amor divino tiene un poderoso atractivo pues “a lo largo de los milenios, muchedumbres de hombres y mujeres han quedado seducidos por este misterio y le han seguido, haciendo al mismo tiempo de su vida un don a los hermanos, como Él y gracias a su ayuda” (Benedicto XVI).

El Amor, en Cristo, asume el núcleo de la fe judía y lo supera con el Don total de Sí mismo. Con el Don de Sí mismo, Cristo nos envía la Persona-don del Espíritu Santo, quien nos convence de nuestro pecado y nos mueve a amar con el mismo Amor de Cristo. El auténtico creyente se implica en la Redención porque “el Padre ha enviado a su Hijo al mundo para que nosotros, unidos a Él y transformados en Él, podamos restituir a Dios el mismo don de amor que Él nos concede” (San Juan Pablo II).

Dios Padre al darnos a su Único Hijo nos revela el evangelio del amor de Dios al hombre. Jesús al ser entregado a la Muerte de Cruz nos revela nuestra grandeza y nuestra vocación al don sincero de nosotros mismos. Cristo derrama su sangre como don de vida, como instrumento de comunión con Dios. Al comer su Cuerpo y beber su Sangre el creyente se compromete en su dinamismo de amor y de entrega. El creyente mediante el conocimiento de Dios Padre y del Hijo acoge la comunión de la Santísima Trinidad en su vida.

Hay una íntima vinculación entre la luz y la vida eterna que “consiste en participar de la donación total y eterna del Hijo al Padre en el amor del Espíritu Santo” (san Juan Pablo II). San Juan de la Cruz afirma que es «dar a Dios el mismo Dios en Dios»”. El no creer en la Persona de Jesucristo es privarse voluntariamente de la verdadera luz, también “no creer en Él es el suplicio del impenitente. Pues estar fuera de la luz, incluso en sí mismo, es el mayor castigo” (San Juan Crisóstomo). La incredulidad en Jesús es “rechazo de la gracia en esta vida por lo que cada uno se juzga ya a sí mismo… y puede incluso condenarse eternamente al rechazar el Espíritu de amor” (CEC 679).

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