VIGESIMO TERCER DOMINGO T O (A)



En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre los dos. Si te hace caso, has salvado a tu hermano. Si no te hace caso, llama a otro o a otros dos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o tres testigos. Si no les hace caso, díselo a la comunidad, y si no hace caso ni siquiera a la comunidad, considéralo como un gentil o un publicano. Os aseguro que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo. Os aseguro, además, que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre del cielo. Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18,15-20).

COMENTARIO
La corrección evangélica manda al que ha sido ofendido buscar la reconciliación a solas para que el ofensor no sea difamado y para que venza la vergüenza de su pecado. Es imprescindible que lo que mueve al ofendido sea el amor, el querer el bien del pecador que se perjudicó a sí mismo, por esto se debe tener una actitud de caridad, evitando cualquier ofensa o desquite que haga incurrir en mayor pecado a quien corrige. Ahora bien, si la ofensa ha sido en público ha de corregirse en público para que se repare públicamente la ofensa. Cuando el hermano, debido a su dureza interior y después de haber sido corregido nuevamente frente a uno o dos testigos, o incluso frente a la comunidad, es privado de la comunión con la Iglesia, no significa que se deje de pedir por él para que alcance la salvación.

La corrección fraterna, dentro de la Iglesia y como expresión del verdadero amor, es parte de los deberes de todo tipo de autoridad, especialmente de quien la ha recibido jerárquicamente, de los agentes de pastoral y de los padres de familia.
El poder de las llaves ha sido dado a Pedro y a sus sucesores, pero el poder de atar y desatar también es participado por los obispos –con sus presbíteros– en comunión con el santo Padre. Esta comunión de los obispos y el Papa se manifiesta en la convocación, realización y aprobación de los concilios ecuménicos.
Jesucristo está presente en la acción litúrgica, en los sacramentos, especialmente en la eucaristía, en la liturgia de las horas, en el ministro del sacramento; en su Palabra, en los pobres, en los enfermos y en los presos.
En cuanto a que dos hermanos o más se reúnan y pidan a Dios, lo que da fuerza es el amor de todos, la petición armoniosa de la comunidad, más aún, lo que le da eficacia a la oración es la presencia de Jesucristo en medio de esa comunidad. Esto no significa que Dios esté obligado a cumplir todo lo que pidamos, incluso en los grandes ideales del ecumenismo, sino que todo depende de su sabiduría y de su Providencia.
El primer paso para la unidad ecuménica, cuyo autor eficaz es Dios, es la súplica orante, la unión orante de los que se reúnen en torno a Jesucristo. Esto es lo que abre la puerta de la unidad entre las diversas religiones, como sucedió recientemente con el encuentro de las grandes religiones monoteístas en la ciudad del Vaticano.

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