LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR



En aquel tiempo, los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Al verlo, ellos se postraron, pero algunos vacilaban. Acercándose a ellos, Jesús les dijo: “Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra. Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”. (Mt 28,16-20)
COMENTARIO
 

Jesucristo, antes de su Ascensión, fundó la Iglesia como sacramento universal de salvación y le confió continuar su misma misión redentora, se trata de un envío en el Espíritu, por ello la Iglesia a de propagar la fe y la salvación de Cristo tanto por el mandato misionero recibido, como por la vida de Cristo infundida en los bautizados, a través del testimonio, la predicación y la administración de los sacramentos. La Iglesia debe vivir del mismo modo que Jesucristo, guiada por el Espíritu, viviendo la pobreza, la obediencia, el servicio, el don de sí mismo hasta la muerte.

Los Apóstoles recibieron el encargo de difundir la fe, administrar el bautismo y que los hombres cumplan los mandamientos de Dios, es decir, conservar y custodiar la fe y la moral. El bautismo nos regenera como hijos de Dios, nos une a Jesucristo, nos unge con el Espíritu Santo. Todo discípulo del Señor, según su propia vocación, ha de diseminar la fe, preparar al bautismo, librar a los hombres del error e incorporarlos a Cristo para que ellos crezcan en El hasta la plenitud. Este trabajo pastoral de la Iglesia consigue además que todo lo bueno del hombre y de las culturas se conserve, se purifique, se eleve y perfeccione.
La fórmula trinitaria expresa la fuerza vivificadora del bautismo, que obra la participación en la vida de Dios, dándonos la gracia santificante que nos hace capaces de esa participación.
El Señor no nos deja huérfanos porque se queda sacramentalmente presente en su Iglesia, por obra del Espíritu Santo, y actúa tan íntimamente en la vida espiritual de los fieles hasta constituirla en Cuerpo del Señor. El Señor les garantiza a sus discípulos la fuerza y los medios necesarios para la evangelización. De modo eminente palpamos esta presencia sacramental en la consagración de la Eucaristía, donde la Iglesia tiene su Fuente y su Cumbre. La Iglesia vive, actúa y crece gracias al Espíritu Santo.
Los hombres, por su parte están obligados a buscar la verdad sobre Dios y la Iglesia. Una vez conocida, han de abrazar esta verdad y practicarla. En la formación de su conciencia deben prestar mucha atención a la doctrina que enseña la Iglesia. La fuerza del amor de Dios, su presencia fidelísima, nos invita a superar lo limitado y no definitivo. Cualquier humanismo sin Dios se vuelve inhumano; solamente un humanismo abierto al Señor permite alcanzar unas estructuras, instituciones, unas culturas y un ethos que promueven auténticamente la dignidad de la persona humana.

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